Por: Lic. Julio César Concepción Rodríguez, MBA.,
Mail:jcconcepcion@yahoo.com
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Los
escándalos políticos relacionados con la corrupción llenan las páginas de la
crónica en la actualidad, y los ciudadanos están cada vez más indignados. Pero
las malas prácticas llevan siglos de historia y parecen inherentes al ser
humano. Napoleón Bonaparte le permitía robar a sus funcionarios, pero no en
cantidades significativas. Y si hoy, en el fondo, lo que se nos ocurre
deliberar es que aunque nos pese, que
nuestra sociedad está supuestamente enferma. Y esta enfermedad no es otra que
la desvalorización del “otro” y del “nosotros”, en aras del egoísmo, el dinero
fácil, la codicia, el placer superfluo, el poder por el poder y, en general, el
doble estándar o doble moral que atraviesa todo el cuerpo social. Y una
sociedad deformada por valores que se predican, pero que no se viven, y por
ende constituyen el caldo de cultivo de la anomia, la incertidumbre y la
degradación paulatina.
La
corrupción, ese estigma que no cesa. Basta con hojear páginas de un periódico
para ver cómo los escándalos se suceden y están a la orden del día. Según un
reciente informe de medición realizado por organismos de considerable credibilidad
nos dice que, casi nueve de cada diez encuestados creen que es una práctica
“bastante” o “muy extendida”. Pero lo que pocos imaginan es que es un mal antiguo. Tan antiguo como el ser
humano.
La corrupta antigüedad registra
como el primer caso documentado
de corrupción según algunos historiadores se remontan hasta el reinado de
Ramsés IX, 1100 a.C., en Egipto. Donde Peser, un antiguo funcionario del
faraón, denunció en un documento los negocios sucios de otro funcionario que se
había asociado con una banda de profanadores de tumbas. Y también se hace
referencias que, en el año 324 a.C. Demóstenes, acusado de haberse apoderado de
las sumas depositadas en la Acrópolis por el tesorero de Alejandro. Y Pericle,
conocido como el Incorruptible, fue acusado de haber especulado sobre los
trabajos de construcción del Partenón.
Pero
he de suponerse que la corrupción existía ya mucho antes de estos episodios. De
hecho, en la época del mundo clásico, las prácticas que hoy consideramos ilegales eran moneda
corriente. “En la antigüedad, engrasar las ruedas era una costumbre tan difundida como hoy
y considerada en algún caso incluso lícita”, escribe Carlo Alberto Brioschi,
autor de Breve historia de la corrupción (Taurus). “En caso de corrupción, había dos penas muy
severas: una era el exilio; la otra era el suicidio. Esta última, de alguna
manera, era más recomendable porque por lo menos te permitía mantener el honor”, indica. Yébenes, que explica
que en la antigua Roma había una doble moral, se diferenciaba claramente la
esfera pública de la privada. Desviar los recursos públicos era una práctica
reprobable, pero en los negocios particulares
se hacían la vista gorda.
La
crónica de la época fue testigo de varios escándalos. Cicerón reconocía que:
“Quienes compran la elección a un cargo se afanan por desempeñar ese cargo de
manera que pueda colmar el vacío de su patrimonio”. El caso más célebre es el
de Verre, gobernador en Sicilia. Se le imputaron extorsiones, vejaciones e
intimidaciones, con daños estimados, para la época, en 40 millones de
sestercios. Catón, el censor, sufrió hasta 44 procesos por corrupción. El
general Escipión hizo quemar pruebas que acusaban a su hermano Lucio sobre una
estafa perpetrada a daños del imperio: fue condenado al destierro. Bertolt Brecht, en su obra
sobre Julio César escribe: “La ropa de sus gobernadores estaba llena de
bolsillos”. En Roma se llevaron a cabo irregularidades que recuerdan mucho a las de hoy: por
ejemplo, el teatro de Nicea, en Bitinia, costó diez millones de sestercios,
pero tenía grietas y su reparación suponía más gastos, con lo que Plinio
sugirió que era más conveniente destruirlo.
Los pecados de la edad media la
llegada de la religión católica impuso un cambio de moral importante. Robar pasó a ser un pecado, pero al mismo tiempo con la
confesión era posible hacer tabla rasa (borrón y cuenta nueva), lo que
desencadenó una larga serie de abusos. “El cristianismo, predicando el espíritu
de sacrificio y la renuncia a toda vanidad, introduce en su lugar la pereza, la miseria, la
negligencia; en pocas palabras, la destrucción de las artes”, escribió Diderot
en su Enciclopedia (por cierto, no hay que olvidar que, según la Biblia, la
corrupción era una práctica tan extendida al punto que, como todos sabemos,
Judas Iscariote vendió a los romanos a su maestro Jesús por treinta monedas de
plata).
Así,
por ejemplo, Felipe II, rey de Francia en el siglo XIII, imponía feroces
impuestos a sus súbditos y les obligaba a fuertes donaciones, que no eran otra cosa que ingresos que iban a sus
arcas privadas. En el mismo período, se puede citar en Italia el caso de Dante.
El escritor sitúa a los corruptos en el infierno, pero fue declarado culpable
de haber recibido dinero a cambio de la elección de los nuevos párrocos y de
haber aceptado porcentajes indebidos por la emisión de órdenes y licencias a
funcionarios del municipio. Y por tal motivo fue condenado al exilio.
El
papado de los Borja sería necesario un
capítulo aparte para el relato de sus tropelías. Pocas personas a lo largo de
la historia fueron capaces de concentrar tanta perversidad. Pero en esa época la corrupción parecía un mal
menor. Como escribió en aquellos años Maquiavelo, “que el príncipe no se
preocupe de incurrir en la infamia de estos vicios, sin los cuales difícilmente podrá salvar al Estado”.
Cuando Cristóbal Colón se lanza a la conquista de América, no puede hacer otra
cosa que exclamar. “El oro, cual cosa maravillosa, quienquiera que lo posea es
dueño de conseguir todo lo que desee. Con él, hasta las ánimas pueden subir al
cielo”.
En
esa época era incluso peor que hoy, porque había una clara manipulación del poder judicial,
apunta Alvar. La otra diferencia era el concepto de familia, en nombre del cual
se podían romper las reglas. “Por ejemplo, no se veía mal forzar la ley para
ayudar a un familiar (nepotismo). Era normal que un duque se prodigara en
esfuerzos para ayudar a su hijo. Era algo que había que hacer”.
La
Revolución Francesa, con la llegada de Robespierre, conocido como el Incorruptible,
trajo un aire fresco que duró muy poco. Incluso el jacobino Saint-Just se vio
obligado a reconocer que “nadie puede gobernar sin culpas”. El régimen de Bonaparte siguió la estela de
corrupción de la monarquía anterior. Napoleón solía decir a sus ministros que
les estaba concedido robar un poco,
siempre que administrasen con eficiencia.
Pero pareciese como si esta siniestra actividad fuera parte intrínseca
de la costumbre/cultura obligatoria del ser humano. Los iconos y/o figuras
referentes históricos, que han sido considerados los inmaculados creadores de
los modelos sociopolíticos que hemos heredados. Según se puede comprobar en las
consultas y citas de este escrito aceptaron la corrupción como un elemento sine
qua non para el logro de sus propósitos… (Continua
en la 2da. Parte).
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